Chris Marker sobre los volcanes
Acto seguido llega el vulcanólogo, con sus tubos y probetas, que tomará su pequeña muestra. Tiene razón. Los gases son los motores de la erupción. Sin gas, no hay vulcanismo. Su estudio es fundamental para entender el fenómeno, y al hacerlo, el vulcanólogo honesto hace fallar el sistema de defensa de la Naturaleza, que lo tenía todo planeado excepto el ser entendido… Para entender el fenómeno de los gases en la actividad volcánica, hay que imaginar, una vez más, a unos treinta kilómetros por debajo de la superficie de la Tierra este magma, cuyo movimiento provoca terremotos y cuya forma fluida, esparcida por estas grietas que son los volcanes, es lava. Esta masa compacta está saturada de gas en solución. Se ejerce una gran presión sobre él y tan pronto como una flexión en la corteza le permite comenzar, comienza la liberación de gases. En burbujas microscópicas, en primer lugar, cada vez más voluminosas después, reduce la densidad de la roca fundida. Así, les permite avanzar más fácilmente por las fracturas de la corteza, pero a cambio el acercamiento viscoso les facilita el paso a la atmósfera. Hay ahí una oscura complicidad de los elementos, un circuito cerrado de causas y efectos que precipitan el fenómeno, aceleran el asalto de las fuerzas subterráneas y las liberan todas juntas, líquidas, sólidas y gaseosas, en esta apoteosis que es la erupción. Los líquidos son difíciles de captar en su estado de fusión, excepto en el lago bendito de Niragongo. Los sólidos son elementos pasivos que difícilmente despiertan el interés del vulcanólogo salvo cuando caen sobre su cabeza. Queda el gas. Tienen la ventaja de estar ahí, de estar siempre ahí, de irrumpir por todas partes, incluso fuera de las erupciones, de comunicarse con una fuente aparentemente inagotable. Su estudio no es más fácil. Aparte incluso de la incomodidad de los lugares donde retozan, el hecho de propagarse en el ambiente causa todo tipo de inconvenientes. Se transforman, se contaminan, se descomprimen modificando sus componentes químicos, se enfrían. Y al romperse el equilibrio, los elementos que vivían en paz a alta temperatura comienzan a reaccionar entre sí, como partidos políticos después de una unión sagrada. Por lo tanto, deben capturar los gases lo más cerca posible de su estado original e intentar realizar el análisis en el sitio, en lugar de en un laboratorio distante, cuya distancia se sumará a los imprevistos. Tal gimnasia, más que otros aspectos más espectaculares de su actividad, hace honor a la astucia de nuestro sujeto, el vulcanólogo, cuyo retrato es quizás el momento de dibujar finalmente.
Finalmente, el vulcanólogo puede convertirse en vulcanólogo volador. Vulcanosophus aerianis… para llegar más rápido y más seguro al lugar donde se perderá… Como un tal Tazieff y su equipo en Calbuco, en 1961, pasando así de la categoría de vulcanólogo perdido (Vulcanosophus erratus) a la de del difunto vulcanólogo (Vulcanosophus postumus). Es en este preciso lugar, cerca del volcán Calbuco, en Chile, donde nuestros vulcanólogos lucharon, durante dos días y dos noches, sin beber ni comer, con la quila, el bosque de bambú. Ya habíamos anunciado su muerte. Fue prematuro. Pero es inútil subrayar los peligros a los que se expone el vulcanólogo al salir de su campamento, ya que nos pasó, en las Islas Eolias, cerca del cráter de Stromboli, donde esperábamos trabajar tranquilamente, sin demasiados riesgos, viendo el campamento… y nos dejaron.
Aventurero o pausado, el trabajo vulcanológico requiere del trabajo en equipo. Siempre que se trate únicamente de describir el fenómeno, un solo hombre podría, en un apuro, inspeccionar los cráteres y decir algo como «¡Volcanes, os entendí!» Esos tiempos románticos han terminado. Ahora necesitamos un equipo de especialistas, donde cada uno se dedica a sus medidas particulares: análisis de sublimación, espectrografía de llamas, cinemática de flujos…Todos estos genitivos plurales que golpean a los profanos con un terror sagrado, asumiendo operaciones tan distintas y precisas como los capítulos del informe Kinsey.
Así que tenemos al vulcanólogo-geólogo, al vulcanólogo-físico, al vulcanólogo-químico, que muchas veces es un vulcanólogo quemado (Vulcanosophus combustibilis), lo que no excluye al vulcanólogo-rana, ni al Vulcanosophus abominabilis, el vulcanólogo-yéti. Naturalmente, todos estos tipos se pueden superponer y combinar sin fin. La versatilidad del vulcanólogo sólo se compara con la diversidad de su campo… un campo tenuemente paradójico donde la roca es líquida, donde la fuente es caliente, donde el fuego arde bajo el agua fría o el hielo bajo las cenizas. Incluso casi vimos al vulcanólogo-devorado (Vulcanosophus cometibilis). En la isla de Tanna, en las Nuevas Hébridas, los habitantes se tomaron muy mal la instalación de cables eléctricos entre los sismógrafos y los registradores. No acostumbrados a encontrarse con blancos desinteresados, se habían convencido de que estos cables eran trampas, una especie de gran lazo destinado a capturar a Yaropangi, su demonio tutelar, cuyo cráter Yauwe es precisamente su hogar. A pesar de la palabrería, el malentendido no se aclaró y el equipo se retiró frustrado, pero intacto. Sin embargo, si es cierto que la base espiritual de la antropofagia es la adquisición de las virtudes de lo que se come, se puede soñar con la súbita promoción de vulcanólogos que habrían irradiado las Nuevas Hébridas si las cosas hubieran resultado de otro modo.
Sin duda, sólo Claudel podría haber hablado del tamaño de los volcanes. Pero hubiera sido necesario que Giraudoux elogiara al vulcanólogo. Nos habría hablado, liberándonos de esa tentación de igualdad que establece una complicidad astuta, en otros proyectos, en el desafío a la Naturaleza, y que ofrece astucia a los cazadores, a los montañeros serenidad, al astrónomo miopía, como tantas negociaciones con los animales; montañas y estrellas, el vulcanólogo se encuentra inmediatamente en un mundo donde no hay negociación. Sea cual sea el fin que lo tome, el volcán nunca será su obra, ni su modelo. Él es todo lo que no es hombre, en este mundo. Está en el punto más alto todo lo furioso, todo lo brutal. Y el vulcanólogo no tiene más remedio que volverse supremamente humano. Tanto es así que este planeta, que recorre constantemente, es de los únicos que puede llevarlo con sencillez. Al prestigio del explorador prefiere la dignidad del cartero, del gasero. Él es el lector de los medidores volcánicos. Pero el verdadero triunfo del vulcanólogo sólo podemos vislumbrarlo. Prevenir los caprichos de los volcanes, comprender sus mecanismos, fueron dos pasos previos al aprovechamiento de la propia energía volcánica. El paso de los gases a través de las capas de agua subterránea creó chorros de vapor sobrecalentado que estábamos empezando a canalizar, a disciplinar. En Islandia, este calentamiento natural dio vida a frutas y verduras desconocidas en los invernaderos.
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