Chris Marker sobre los volcanes

Frente al volcán de la Historia, los monjes de la Edad Media registraron, anotaron, grabaron estas huellas que otros descifrarían, que otros codificarían con la esperanza de una era de la humanidad en la que comenzáramos a actuar sobre la Historia en lugar de someternos a ella. Éste es el camino de la vulcanología. Estos instrumentos pueden parecer ridículos frente a la enormidad de las fuerzas que agarran, pero no se trata aún de contener el volcán, sólo de monitorearlo, de rodearlo con una red de dispositivos que señalan sus estados de ánimo, sus rumores, que construyen observadores, para centralizar estas redes, para seguir tan de cerca el sueño del monstruo que lleguemos a vaticinar en su despertar y comenzar, incansablemente, a observar, acumulando información geológica, física, meteorológica todo el día, todo el año, cuestionando el volcán. El volcán responde hasta por escrito, gracias al sismógrafo… El sismógrafo amplifica hasta millones de veces los temblores de la tierra. Cuando el magma parte hacia lo que será la erupción del volcán, avanza fracturando capa tras capa de la corteza terrestre. Cada una de estas fracturas provoca una sacudida. El número de estos temblores, sus ritmos, su intensidad, su distribución en la superficie permite a los vulcanólogos seguir su progresión, determinar su profundidad y, en cierta medida, predecir el momento en que esa profundidad será nula, produciéndose la erupción; calcular también el lugar donde se llevará a cabo, el cual no es necesariamente el cráter. Curva tras curva, en cada observatorio, se establece la ficha identificativa de un volcán; lo que fue un capricho de la Naturaleza empieza a entrar en el juego de la razón.

Tales observatorios deberían existir cerca de todos los volcanes importantes. Estamos lejos de eso. Media docena en Japón. Una docena en el resto del mundo. El de aquí, situado en el propio borde del cráter en erupción del Irazú, en Costa Rica, es el primero del continente americano, y el continente americano es el más rico del mundo en volcanes.

Una trinchera abierta con buldóceres, elementos del túnel de acero, plantas de tablones y puertas, todo cubierto de ceniza volcánica de un espesor suficiente para que la caída de un bloque de una o dos toneladas no distraiga tontamente a los vulcanólogos y su meditación.

Nueve de cada diez veces no hay observatorio… y es bajo la carpa donde los vulcanólogos hacen balance de sus observaciones. ¡El equipo tiene que seguir! También, a la robustez alada del montañero y del campista, el vulcanólogo debe agregar la más densa del encargado de las mudanzas. Una vez se ha llevado a la ladera de la montaña el equivalente a varios pianos de cola, se puede empezar a trabajar.

Los sismógrafos rodean el volcán como un campo minado. Una red de cables los conecta con las grabadoras. La parte subterránea del volcán está bajo vigilancia. El vulcanólogo puede entonces pasar del electrocardiograma a la auscultación, es decir, lo que en esencia forma el encanto de su asunto: acercarse al cráter en actividad y ver lo que allí sucede. Aunque su aproximación es fácil, por ejemplo, y cuando surge al nivel del mar, como la nueva isla de Surtsey, en Islandia, el cráter no es automáticamente acogedor.

Pero en cuanto se consigue la mirada del diablo cojo sobre los volcanes, ya sea al final de una ascensión o desde la vista aérea, empiezan los descubrimientos. Nada más falso que imaginar los cráteres como otras tantas chimeneas humeantes y más o menos idénticas. Hay varios tipos de actividad volcánica y cada cráter tiene su propia personalidad. Los hay que fuman, en efecto, es decir, que emiten vapor de forma continua o rítmica. Están los que expulsan escoria y los que pacientemente construyen una cúpula de magma. Están los que esparcen su lava en fuentes y los que la guardan en un lago. El agua de lluvia o las aguas termales se acumulan a veces en los cráteres. En la caldera del volcán Katmai en Alaska se ha acumulado agua desde su colosal erupción en 1912, y un lago de 30 km2 la ocupa. Estamos tentados a ver en él un símbolo: el agua vence al fuego. ¡Pero no! Una faena glauca, en el centro, de varios cientos de metros de ancho, denuncia la actividad de una boca irruptiva, abierta en el fondo de la caldera. A su alrededor, navegan icebergs del tamaño de casas. Cayeron de los glaciares que se aferran a las paredes.

Por otro lado, aquí hay un lago de lava… dentro de Capelinhos, en las Azores. el es el hermano de la de Niragongo, pero su vida habrá sido más corta. Una hora después de ser filmado, una explosión proyectó todo el cuerpo a una altura de 400 m.

Otro lago, en el cráter Kawah Ijen, al este de Java, quizás el más asombroso de todos. 40 millones de metros cúbicos de ácidos mixtos, sulfúrico y clorhídrico, en solución normal. Y se puede ver el azufre flotando. La temperatura en la superficie es de 41°, pero en el fondo del lago, 500 m más abajo, los vapores que lo alimentan superan los 600°. En este ácido, el mortero de cal se disuelve como bicarbonato. Si una erupción lanza este lago por los aires, como les sucede a tantos lagos de cráteres, caerá en deslaves ácidos que devorará todo lo que encuentre. Y 100.000 personas viven al pie de este volcán. Y en su orilla, fumarolas, sobrecargadas de azufre gaseoso, cabriolan a una temperatura de 240°. ¡Buen lugar!

Vistos de lejos, los volcanes ya reunían todo lo que puede asaltar la imaginación y preocuparla. Al examinarlo de cerca, parece que está ocupado destruyendo el mito de una naturaleza acogedora para el hombre. Todo lo que destruye, disuelve, quema, arrasa, envenena está ahí, como el primer día de la Creación.

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